domingo, 29 de septiembre de 2013

Una agridulce historia iniciática

Hubo un tiempo en el que Barcelona no era el parque temático en el que hoy se ha convertido. Un tiempo en el que todos y cada uno de los barrios que lo conformaban tenían su propio carácter e historia, que los diferenciaba del resto y los hacía únicos.

También hubo un tiempo en el que uno de esos barrios, la antigua villa independiente de Gràcia, no era el actual barrio cosmopolita y moderno en el que guiris y bohemios se pelean por vivir. Un tiempo en el que no figuraba en las guías turísticas y en el que la inmensa mayoría de sus habitantes era gente de clase trabajadora.

En ese tiempo, y en esa Gràcia, se sitúa Cerdo ruin, hombre gato, la última incursión en la ficción de Patricia Muñiz, a quien ya entrevistamos para este blog  el pasado mes de abril. En esta ocasión, la escritora barcelonesa deja a un lado la temática erótica con tintes futuristas, a la que nos había acostumbrado con obras como Corriente Sanguínea o  Play Room, para contarnos la historia de Alcides Pardo, un preadolescente rebelde y brillante que se refugia en la ensoñación y en la amistad para escapar a una existencia que se le antoja de un insoportable gris.
Portada de Cerdo ruin, hombre gato.
 Ilustración de Elliot Birkin
 
De la mano de Alcides viajamos a la Gràcia de principios de los años ochenta, un espacio temporal idealizado, en el que los niños aún pueden jugar solos en la calle hasta el anochecer, en el que las madres todavía tejen jerséis de punto para sus hijos y en el que todo un barrio, una ciudad se sienta a un mismo tiempo frente al televisor para deleitarse con las aventuras de una pandilla de niños que veranea en la Costa del Sol.

Pero Cerdo ruin, hombre gato nos habla también de un tiempo reservado para la brutalidad, un tiempo en el que el castigo físico forma parte de la educación de los niños y en el que jóvenes de ideología neonazi queman mendigos para divertirse.

Una deliciosa y agridulce historia iniciática.
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Nota: Cerdo ruin, hombre gato se ha publicado simultáneamente en castellano y catalán y puede descargarse gratuitamente de la web de la autora, Patricia Muñiz, en formato ePub y pdf.
 
 

jueves, 19 de septiembre de 2013

El aroma más dulce

Al principio lo achacó a la gripe. La congestión y la fiebre le habían golpeado como nunca, esta vez, sometiendo su cuerpo y confundiendo sus sentidos. ¿Por qué no también al olfato?
 
Los primeros días había podido ocultarlo sin dificultad. Con una llamada a su secretaria había bastado: se tomaría un descanso. No tuvo que dar muchas explicaciones. Al jefe nunca se le piden.

Pero los días habían ido pasando. Primero despacio y después vertiginosamente, hasta que sin darse cuenta, ya habían transcurrido casi dos semanas desde el primer brote de fiebre. Pero el olfato no había regresado.

Entonces pensó que tal vez fuera cosa del estrés. Con el lanzamiento de la nueva gama de productos, las cosas se habían puesto muy duras y en más de una ocasión había tenido que realizar maratonianas jornadas de hasta 15 horas. Tenía que tratarse de eso: su organismo había decidido rebelarse contra los abusos a los que había venido sometiéndolo, privándole de lo que más necesitaba.

La opción facultativa quedó descartada desde el principio. Era del firme convencimiento de que si uno iba al médico éste terminaba siempre por encontrarte algo. Sólo era cuestión entonces de relajarse y dejar que las cosas se normalizaran por sí solas.
 
Un cuadro de estrés fue la excusa oficial que postergó su regreso al trabajo.
Lo probó todo: desde el yoga al taichi pasando por las técnicas de relajación budista, la música New Age y la Opera Chillout, pero nada dio resultado. Su nervio olfativo seguía tan bloqueado como su vida.
 

Poco a poco fue perdiendo el interés por la comida, que le resultaba insípida y aséptica, limitándose a ingerir alimentos- cuales fueran, qué más daba- cuando la debilidad se apoderaba de su cuerpo. Hasta que una mañana sintió que no había ya nada que pudiese hacer y desesperado, se rindió a la evidencia: tendría que ir al médico.

El otorrino lo recibió como agua de mayo. Un caso como el suyo no se presentaba todos los días, amén de que el pobre hombre andaba harto de diagnosticar infecciones de oído y amigdalitis. Así que se dedicó a estudiar su problema con el mimo e interés de un médico en prácticas y no fue hasta haberle sometido a infinidad de pruebas e interminables días de espera que se decidió a darle el veredicto.

Su anosmia era permanente e idiopática- ¿por qué los médicos se empeñan siempre en torturarnos con términos que no parecen de este mundo?- ‹‹Es decir, que según el resultado de las pruebas no tiene una causa identificable››,  le había aclarado después, ante su cara de pasmo. ‹‹Al desconocerse el origen de la patología – había añadido- no existe un tratamiento aplicable, lo cual significa que podría sea irreversible››.
 
La noticia ni siquiera le sorprendió. De algún modo, hacía tiempo que lo sabía.  Con un distraído apretón de manos, agradeció al médico su sinceridad y salió de la consulta.
 
Una vez en casa la decisión ya estaba tomada. Despachó a la asistenta antes de lo habitual y sin perder un solo minuto dispuso lo necesario en su habitación. Cuando todo estuvo listo, se tumbó en la cama y cerró los ojos, imaginando cómo, al día siguiente, la prensa se haría eco de la noticia: ‹‹ M.R.M. fundador del mayor holding perfumístico del país ha sido hallado sin vida en su casa. Por el momento, se desconocen las causas de su muerte. ››
Pero entonces le sobrevino la idea  -quemar su último cartucho- y concluyó que no perdía nada por intentarlo.
 
Consultó el reloj y, tras comprobar que se acercaba la hora punta, se apresuró a salir de casa y se encaminó hacia el metro. Rememorando los tiempos en que todavía no podía permitirse coche de empresa, descendió al andén, a tiempo aún para colarse en el último vagón del convoy que en esos momentos retomaba su marcha.
 

Entonces buscó al pasajero de aspecto más castigado por la jornada. Lo divisó al fondo del compartimento: un hombre de traje anticuado y corbata de vistosos colores. Tras media docena de codazos, se situó a su lado. Junto al tipo del traje, un viejo de pelo gris, ojos claros y chaqueta de puños raídos sonreía al vacío y repetía, una y otra vez: "Dicen que hay Dios, pero es mentira, si la gente que roba muriera de cáncer, entonces no lo sería".
 
Intentando abstraerse a la salmodia del extraño profeta, cerró los ojos y clavó la nariz en el sobaco del hombre del traje anticuado, dejando que su mente hiciera el resto, y volara en busca de la condensación de olores que,  de buen seguro, en aquel mismo instante debían estar mezclándose en su pituitaria.  Rastreó,  hasta lo más recóndito de su cerebro, el recuerdo olfativo de tantos otros momentos vividos como aquel, mientras la letanía del viejo resonaba una y otra vez en sus oídos.  

Hasta que se produjo el milagro y M.R.M rompió a llorar de felicidad, extasiado por el olor del sobaco de su vecino de viaje; sin duda, el aroma más dulce.
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Fotografías cedidas por Cristina Costales   Licencia de Creative Commons
La obra de Cristina Costales está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Dejarse enredar

De la infancia me quedó el gusto por que me cuenten cuentos, por dejarme enredar en el hilo del que me explica una historia, y en ésas he pasado estos últimos días con El buen amor, la nueva novela de Olga Bernad.

Desde la valentía de la primera persona -tan subjetiva y engañosa ella- Bernad se mete en la piel de Víctor, un jubilado que se enamora de La Ojos”, una jovencísima universitaria que vive unos pisos más arriba, en su misma escalera. Y es que la tentación siempre vive arriba.

Portada de El buen amor, con ilustración de José Herrero

La narradora zaragozana consigue con pasmosa facilidad algo que a priori parece imposible: que el lector supere sus escrúpulos frente a la voz misógina, depresiva y misántropa del protagonista para terminar, no solo empatizando con él sino hasta identificándose con su mirada ofuscada de viejo enamorado. Cómo un tipo de existencia gris, y  de miras y mundo aún más estrecho, pueda acabar pareciéndonos un personaje sumamente atractivo es algo que sólo unos pocos escritores, como Olga Bernad, pueden hacer.
El buen amor me ha dejado con ganas de más, que es como te deben dejar los buenos libros,  y me ha reafirmado en la idea de que no existe la literatura de género, sino solo buena o mala literatura, escrita circunstancialmente por hombres o mujeres.


(El buen amor ha sido publicado por Ediciones Nuevos Rumbos, Colección Fuera de Serie, 2013. Para saber más sobre la autora: http://cariciasperplejas.blogspot.com.es/)