Como
cada mañana, Cristo planta su silla en mitad del pasillo, a medio camino entre
los accesos a las líneas 4 y 5. Antes se ponía a un extremo, al lado de la
parada de souvenirs, esa donde venden zapatos de bailaora flamenca tamaño infantil.
Pero los revisores del Metro lo invitaron a trasladarse, cuando instalaron uno
de sus controles de billetes en ese acceso. Desde entonces se coloca siempre en
el centro del pasillo; y casi que mejor, porque así no tiene que oír las
excusas que inventan algunos viajeros cuando los pescan sin billete.
Foto: Cristina Costales |
Después
de soltar su carga, Cristo abre la silla de camping y la coloca junto a la
pared. Los riñones sufren menos así -se consuela- aunque sabe que debe verse
ridículo en esa pequeña banqueta, mucho más ligera de transportar, pero que
acentúa más aún su corta estatura.
El
segundo peso del que se deshizo fue el de la funda de la guitarra. Era maciza y
forrada en cuero. Una preciosidad de la que tuvo que prescindir porque pesaba
más que el propio instrumento y cruzar la ciudad con ambas lo dejaba baldado.
Cristo
deja a sus pies la caja de madera de la recaudación. Después saca una camiseta
del Barça y se la pone sobre el jersey. En el pasillo hay corriente y el
poliéster madeinchina le ayuda a cortar
el aire. Además, cuando la usa saca más dinero, así que se la pone con más
gusto si cabe, aunque el fútbol nunca le haya interesado mucho.
Otro
truco que no falla es el de la lengua, por eso ha aprendido unas cuantas palabras
de catalán con las que arranca su actuación: Bon-dia Catalunya, Barsalona-es-bona-si-la bolsa-sona, y aquí les
traigo una canción, para que les regocije el corazón.
Cristo
se pone en pie y empieza a soplar la flauta que trae colgada del pecho. Las
notas escapan quejosas y atropelladas, mientras cierra los ojos y se deja
arrastrar por la melodía. El éxtasis finaliza pronto y acusando el esfuerzo se
deja caer en la silla. Entonces aprieta el botón del casete situado a su
diestra y un coro de voces femeninas arranca a cantar al ritmo de una cumbia: Cristo te necesita para amaar. Cristo te necesita, tee necesita, Cristo te
necesita para amaar. Después reduce el volumen del aparato y empieza a
rascar la guitarra, mientras persigue la melodía con su voz: No te importen las razas ni el color de la
piel, ama a todos como hermanos y has-el-bieen.
Los
viajeros pasan junto a él sin mirarle. Mujeres y hombres. Todos parecen tener
prisa. Hasta las madres apuradas empujan aún con mayor brío sus carritos al
pasar a su lado, mientras sus hijos asoman la cabeza en busca de los alaridos que
los acaban de arrancar de su sueño.
Cristo
suspende el rasgado de la guitarra y embiste el final a capela, añorando más que
nunca su tercera y última pérdida: el micro y juego de bafles empeñados en el Cash Converters que tanto apoyo le daban en la apoteosis: Al que vive a tu lado dale amor, dale amor, al-que-viee-ne
dee le-jos daa-le-aa-moor.
Su
pequeña humanidad se derrumba al fin sobre la silla y su cabeza se arquea en
busca de oxígeno, mientras que en un gesto autómata devuelve el volumen al casete,
que invade el pasillo con el canto enloquecido de las coristas: Cristo te necesita, Cristo te necesita
chumbachumbachumba para amaar.
El
aparato enmudece y Cristo abre los ojos. El pasillo ha quedado desierto y el
único sonido que se escucha ahora es el de la vibración de los trenes que
circulan bajo sus pies.
La
caja de madera sigue vacía, pero Cristo sabe que el día no ha hecho más que
empezar.
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