De mis años de estudiante de
Filología me quedó el gusto por la poesía del Siglo de Oro, tan decodificable ella, y por el Alberti que se debatía entre el clavel y la espada. Después, ya
todo fue prosa.
Hasta estas pasadas Navidades, en
que Tierra
de invierno, de Elías Gorostiaga,
llegó a mis manos. Conocía a Elías desde que descubrí su blog de crónicas literarias
–y del que inmediatamente me hice fan- por eso, cuando supe que había publicado
un poemario con Playa de Ákaba,
sentí una enorme curiosidad, que por suerte ha podido ser satisfecha.
Los paisajes de Tierra de invierno trasladan a un tiempo
herido de muerte, donde las abuelas se calientan junto a un brasero mientras velan
la fiebre de los niños y donde el búho custodia el paso de las horas en la
inacabable noche del invierno. Imágenes que recuerdan a la Lluvia amarilla de Julio Llamazares –ya presente en la
cita que arranca el poemario- pero que también me han hecho pensar en los
paisajes rurales de las novelas de Miguel
Delibes.
Un poemario de versos como surcos, cuya lectura te encoge el
estómago y hiela el corazón, plagado de escarcha y musgo, de leche recién
hervida y de pastores que miran a la nada mientras un cigarrillo se les consume en
los labios.
Un libro circular, que es
imposible no releer, lleno de olores y colores antiguos. Ideal para ser leído al
amor del fuego o, en su defecto, bajo el calor de un buen nórdico.
X
No existe el
tiempo en la memoria de estas tierras.
Son las
mañanas la única vida de los hombres,
los únicos
trabajos, el único cansancio, la única fiebre.
Nada es
posible esperar bajo las nubes grises,
bajo la bóveda
cerrada y sin luna,
blanca y luna.
Ningún cantar
recorre las estepas,
ni los motores
las vegas adormecidas.
Los recuerdos
muerden tanto como el fuego,
más que
cualquier afilada mandíbula.
Hoy los campos
amanecen más pálidos.
Para la
primera luz una bolsa de sol blanca
y el cadáver
de un paisaje agotado, abandonado,
que grita la
desesperada canción de cuna,
Este cariño que me demuestras es mi mejor regalo de reyes.
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