Dicen que fue un 15 de diciembre, en una de esas zonas
que a veces se ponen de moda en las ciudades modernas. Un antiguo barrio de
prostitutas, repoblado por intelectuales. El bar tenía nombre de ciudad
turística de los sesenta y ese día organizaban una sesión de Spoken words.
Él acudió seducido por el título.
Desde que había regresado apenas había pisado la calle y empezaba a temer que
acabaría dándose de alta en alguna aplicación para solteros desesperados. Por
suerte, el ambiente poco iluminado del local y el calor de los extraños le hicieron
sentirse a salvo.
Ella había quedado con su enésimo
ligue tras su vuelta a casa, un aspirante a escritor post-post moderno y
supuesto organizador del evento, que después de unas cuantas cervezas de espera
se hizo evidente que no aparecería.
Dicen que Él siempre tuvo miedo de
volverse loco. Alguien le había explicado alguna vez que los hijos de padres
viejos son propensos a la locura, porque es algo que llevan dentro desde que
nacen.
Una tara.
Él no sabe si sería por eso - en su
caso, el último de cinco hijos varones- pero la creencia de estar enloqueciendo
se le presentaba en sueños, donde todos le creían muerto sin estarlo y hablaban
en su presencia como si ya no estuviera.
Tengo que dejar de leer a Poe- se dijo. Y los sueños desaparecieron.
Fue entonces cuando se aficionó al heavy metal y descubrió que existían formas menos dramáticas de
relacionarse con la muerte. La imagen de miles de personas agitándose al son de
The Number of the Beast mientras un
monstruo gigantesco bailaba sobre el escenario le ayudó a decidirse.
Eufórico, no tardó en dejarse el pelo
largo. Siguiendo la estela de sus idolatrados Maiden, decidió viajar a Londres, pero allí sólo encontró melenudos
alcanforados que vendían fotos de Bruce Dickinson en los mercadillos para
turistas.
Ya que estoy aquí –pensó- me daré
una vuelta.
Y los años pasaron. Se enamoró una
docena de veces, aunque sólo mojó la mitad. Para compensar, descubrió que tenía
mucho tirón entre el sector masculino y, aunque llegó a sentirse tentado en
probar suerte, concluyó que ya era demasiado viejo para cambiar de costumbres.
Mientras tanto, por aquí la vida no
se detuvo: sus viejos colegas metaleros se casaron y se cortaron la coleta
(aunque no necesariamente en este orden); tuvieron hijos y se divorciaron (el
orden en este caso tampoco es estricto) y casi todos los que se quedaron calvos
desarrollaron un gusto tardío por el pop (no se ha podido establecer una
relación causa-efecto).
En definitiva, la peor de las
pesadillas para un heavy.
Posiblemente Él no hubiera regresado
si no llega a ser por el chorizo. Tras demasiados inviernos comiendo jamón de
pavo made in Sainsbury’s, una tarde
de mayo entró en el supermercado de su barrio y allí, entre el salami italiano
y el salchichón francés, encontró un flamante chorizo de Cantimpalo. A pesar de
que Él siempre había sido más de pescado, se descubrió con los ojos arrasados
en lágrimas. Esa misma tarde se compró el billete de vuelta.
Dicen que Ella fue la hija tardía de
un matrimonio tardío, que llegó cuando ya nadie la esperaba. Alguien le había
explicado alguna vez ese cuento de los hijos de padres viejos, pero su carácter
eminentemente práctico no tardó en descartar la idea: ¿No es acaso la locura un
estado de ánimo?
Liberada de ese peso, le tocó cargar
con el de una educación cristiana y pasó su juventud intentando complacer a los
demás sin ni tan siquiera planteárselo. Esta suerte de hechizo se le reveló
como una pesada lacra ya en la edad adulta, y habría terminado por asfixiarla
de no ser por los libros de autoayuda. Hasta se apuntó a un taller práctico:
“Aprenda a decir no sin sentirse
culpable, en tan sólo tres semanas”. Al tercer día se enrolló con el
profesor.
Si no soy capaz de curarme, que al menos no me cueste dinero- se dijo.
Como habían pasado
pocos días, consiguió que le devolvieran el dinero de la matrícula.
Fue entonces cuando se aficionó a
Virginia Woolf y a las Brontë. Mujeres que aprendieron a decir que no antes de
tiempo. De ahí a cosas mucho más fuertes sólo hubo un paso. Se emborrachó de
orgullo de género. Siguiendo la estela
de las primeras sufragistas europeas, decidió viajar a Londres, pero allí sólo
encontró treintañeras abstencionistas que abusaban del alcohol mientras soñaban
con un marido que las retirara.
He pagado tres meses de alquiler por adelantado y no es
cuestión de tirar el dinero, se dijo.
Y pasaron los años. Aunque nunca se
enamoró, pronto descubrió las ventajas de no buscar marido y tener el sí fácil: jamás le faltaron voluntarios
para compartir pintas de cerveza y fluidos corporales. Hasta habría probado
fortuna con el sector femenino de no ser por la maldita educación cristiana.
Mientras tanto, por aquí la vida continuó con
sus consabidas sinsorpresas: sus antiguas compañeras activistas se casaron con
ex heavies, con los que tuvieron
hijos (a pesar de haber abominado de la maternidad en otros tiempos) y de los
que, por supuesto, se divorciaron (con la quemazón de no ser pioneras tampoco
en eso). Las más resentidas hasta descubrieron un gusto trasnochado por los libros de
Lucía Etxebarría.
En definitiva, la peor de las
pesadillas para una feminista.
Tras muchas primaveras, una mañana de
mayo amaneció junto a un barbudo al que no conocía. Incapaz de recordar los
motivos que habían llevado a aquel tipo a su cama y a Ella a aquella ciudad, decidió regresar.
Hacía ya rato que el último de los speakers –un tipo flaco y serio que
disertaba sobre las relaciones de pareja en términos mercantiles- se había
hecho con el micro y amenazaba con eternizarse. Entonces Él se acercó a su mesa
y señalando el asiento que permanecía vacío a su lado, le preguntó si estaba libre.
Sí, claro, por supuesto –le respondió Ella- constatando que no se puede ir contra la propia
naturaleza. Y retiró su abrigo.
Él le hizo un gesto de agradecimiento
con la cabeza y Ella le respondió con una sonrisa. El tipo de la perorata
relacional siguió hablando todavía durante un buen rato.
Y el resto es lo de siempre en estos
casos. Así que obviaré decir que los opuestos se atraen y todas esas cosas.
Dicen que esa misma noche mi corazón
empezó a latir. Al menos, eso es lo que Ellos siempre aseguran. Pero cómo
saberlo.
La memoria empieza a flaquear a
partir de ciertas edades -dicen- así que tal vez sólo sea otro de esos cuentos
de padres viejos.
Fotografías de Cristina Costales
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