El record del mundo en salto con pértiga al aire libre está en 6 metros 14 centímetros. Lo estableció Sergei Bubka el 31 de julio de 1994. Ese día Samir cumplía 5 años.
Samir siempre soñó con emular a
Bubka y a punto estuvo de conseguirlo. Cuando se clasificó para el campeonato
africano de atletismo en 2012, quedó segundo con un salto de 5 metros. A pesar
de la distancia con su ídolo, Samir sabe que habría conseguido superar los 6
metros si no hubiera sido por la lesión en su maldito talón. Aunque parezca un
chiste barato, el talón de Samir acabó siendo también su talón de Aquiles; de
cuya existencia supo el día que el traumatólogo de la selección le habló de él
y que al igual que el personaje mitológico, también sería su perdición.
Ese día fue el principio del fin de
Samir como deportista de élite. Tras un par de meses, en los que luchó
inútilmente por recuperarse, perdió la beca que le mantenía alejado del hambre y
solo uno más tarde estaba también sin casa.
Samir había saltado toda su vida.
Desde que nació no había hecho otra cosa. Cuando los demás niños corrían, él
saltaba. Sus padres nunca habían encontrado utilidad a tan extraño don, hasta
el día en que el cazador de talentos visitó la aldea. El gobierno buscaba
jóvenes fuertes y atléticos, capaces de encarnar los valores con los que
demostrar al mundo de qué era capaz la nueva nación. Y Samir fue uno de los
elegidos.
Foto: Cristina Costales |
Todavía recuerda la mañana que
abandonó su casa camino de la capital, con las primeras luces del día –como
todos los viajes dignos de ser relatados- prometiendo noticias y algo de dinero. Al despedirse, su padre le recordó que hacia
atrás solo se podía ir para coger impulso, y en su caso para saltar. Su madre
se limitó a despedirlo en un silencio de lágrimas.
Por eso, cuando se vio en la
calle, sin casa, ni trabajo ni otra aptitud en la vida que la de saltar bien
alto ayudado de una larga vara, supo que la única dirección en la que podía
caminar era hacia el norte. Más allá de la capital y de cualquier otro lugar por
él conocido.
Samir no sabe cuántos días
anduvo, pero sí que pensar en Bubka le ayudó a sobrellevar el viaje. Mientras
caminaba, imaginaba las dificultades que de buen seguro habría tenido que pasar
el atleta ucraniano hasta hacerse con la marca que después de más de 20 años
todavía conservaba.
Una mañana de noviembre, después
de una noche al raso sin más abrigo que el de su vieja bolsa de deportes, Samir
despertó con el olor del salitre y supo que su viaje estaba a punto de terminar.
Abrazado a su bolsa trepó hasta lo alto de una colina, pelada y rocosa. Una
ciudad se extendía a sus pies y tras ella el mar.
Samir descendió hasta la falda de
la montaña y en pocas horas alcanzó el valle que conducía a la ciudad. Lo que
en la distancia de la mañana se le había antojado un cordón fino y brillante
que -como un cinturón de mujer- entallaba la ciudad, a mediodía se le reveló
como lo que en realidad era: Una valla metálica y espinada.
Una inacabable valla que sólo
tenía 6 metros de altura. Una
inmejorable razón para batir su marca.
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