sábado, 8 de octubre de 2016

Dicen



 Dicen que fue un 15 de diciembre, en una de esas zonas que a veces se ponen de moda en las ciudades modernas. Un antiguo barrio de prostitutas, repoblado por intelectuales. El bar tenía nombre de ciudad turística de los sesenta y ese día organizaban una sesión de Spoken words.

  Él acudió seducido por el título. Desde que había regresado apenas había pisado la calle y empezaba a temer que acabaría dándose de alta en alguna aplicación para solteros desesperados. Por suerte, el ambiente poco iluminado del local y el calor de los extraños le hicieron sentirse a salvo. 

  Ella había quedado con su enésimo ligue tras su vuelta a casa, un aspirante a escritor post-post moderno y supuesto organizador del evento, que después de unas cuantas cervezas de espera se hizo evidente que no aparecería.

  Dicen que Él siempre tuvo miedo de volverse loco. Alguien le había explicado alguna vez que los hijos de padres viejos son propensos a la locura, porque es algo que llevan dentro desde que nacen.

  Una tara.

  Él no sabe si sería por eso - en su caso, el último de cinco hijos varones- pero la creencia de estar enloqueciendo se le presentaba en sueños, donde todos le creían muerto sin estarlo y hablaban en su presencia como si ya no estuviera.

  Tengo que dejar de leer a Poe- se dijo.  Y los sueños desaparecieron.

  Fue entonces cuando se aficionó al heavy metal y descubrió que existían formas menos dramáticas de relacionarse con la muerte. La imagen de miles de personas agitándose al son de The Number of the Beast mientras un monstruo gigantesco bailaba sobre el escenario le ayudó a decidirse.



  Eufórico, no tardó en dejarse el pelo largo. Siguiendo la estela de sus idolatrados Maiden, decidió viajar a Londres, pero allí sólo encontró melenudos alcanforados que vendían fotos de Bruce Dickinson en los mercadillos para turistas.

  Ya que estoy aquí –pensó- me daré una vuelta.

  Y los años pasaron. Se enamoró una docena de veces, aunque sólo mojó la mitad. Para compensar, descubrió que tenía mucho tirón entre el sector masculino y, aunque llegó a sentirse tentado en probar suerte, concluyó que ya era demasiado viejo para cambiar de costumbres.

  Mientras tanto, por aquí la vida no se detuvo: sus viejos colegas metaleros se casaron y se cortaron la coleta (aunque no necesariamente en este orden); tuvieron hijos y se divorciaron (el orden en este caso tampoco es estricto) y casi todos los que se quedaron calvos desarrollaron un gusto tardío por el pop (no se ha podido establecer una relación causa-efecto).

  En definitiva, la peor de las pesadillas para un heavy.

  Posiblemente Él no hubiera regresado si no llega a ser por el chorizo. Tras demasiados inviernos comiendo jamón de pavo made in Sainsbury’s, una tarde de mayo entró en el supermercado de su barrio y allí, entre el salami italiano y el salchichón francés, encontró un flamante chorizo de Cantimpalo. A pesar de que Él siempre había sido más de pescado, se descubrió con los ojos arrasados en lágrimas. Esa misma tarde se compró el billete de vuelta.

  Dicen que Ella fue la hija tardía de un matrimonio tardío, que llegó cuando ya nadie la esperaba. Alguien le había explicado alguna vez ese cuento de los hijos de padres viejos, pero su carácter eminentemente práctico no tardó en descartar la idea: ¿No es acaso la locura un estado de ánimo?

  Liberada de ese peso, le tocó cargar con el de una educación cristiana y pasó su juventud intentando complacer a los demás sin ni tan siquiera planteárselo. Esta suerte de hechizo se le reveló como una pesada lacra ya en la edad adulta, y habría terminado por asfixiarla de no ser por los libros de autoayuda. Hasta se apuntó a un taller práctico: “Aprenda a decir no sin sentirse culpable, en tan sólo tres semanas”. Al tercer día se enrolló con el profesor. 



  Si no soy capaz de curarme, que al menos no me cueste dinero- se dijo. 

  Como habían pasado pocos días, consiguió que le devolvieran el dinero de la matrícula.

  Fue entonces cuando se aficionó a Virginia Woolf y a las Brontë. Mujeres que aprendieron a decir que no antes de tiempo. De ahí a cosas mucho más fuertes sólo hubo un paso. Se emborrachó de orgullo de género.  Siguiendo la estela de las primeras sufragistas europeas, decidió viajar a Londres, pero allí sólo encontró treintañeras abstencionistas que abusaban del alcohol mientras soñaban con un marido que las retirara.

  He pagado tres meses de alquiler por adelantado y no es cuestión de tirar el dinero, se dijo. 

  Y pasaron los años. Aunque nunca se enamoró, pronto descubrió las ventajas de no buscar marido y tener el fácil: jamás le faltaron voluntarios para compartir pintas de cerveza y fluidos corporales. Hasta habría probado fortuna con el sector femenino de no ser por la maldita educación cristiana.

 Mientras tanto, por aquí la vida continuó con sus consabidas sinsorpresas: sus antiguas compañeras activistas se casaron con ex heavies, con los que tuvieron hijos (a pesar de haber abominado de la maternidad en otros tiempos) y de los que, por supuesto, se divorciaron (con la quemazón de no ser pioneras tampoco en eso).  Las más resentidas hasta descubrieron un gusto trasnochado por los libros de Lucía Etxebarría.

  En definitiva, la peor de las pesadillas para una feminista.

  Tras muchas primaveras, una mañana de mayo amaneció junto a un barbudo al que no conocía. Incapaz de recordar los motivos que habían llevado a aquel tipo a su cama y a Ella a aquella ciudad,  decidió regresar.

  Hacía ya rato que el último de los speakers –un tipo flaco y serio que disertaba sobre las relaciones de pareja en términos mercantiles- se había hecho con el micro y amenazaba con eternizarse. Entonces Él se acercó a su mesa y señalando el asiento que permanecía vacío a su lado,  le preguntó si estaba libre.

  Sí, claro, por supuesto –le respondió Ella-  constatando que no se puede ir contra la propia naturaleza. Y retiró su abrigo.

  Él le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y Ella le respondió con una sonrisa. El tipo de la perorata relacional siguió hablando todavía durante un buen rato.

  Y el resto es lo de siempre en estos casos. Así que obviaré decir que los opuestos se atraen y todas esas cosas.

  Dicen que esa misma noche mi corazón empezó a latir. Al menos, eso es lo que Ellos siempre aseguran. Pero cómo saberlo.

La memoria empieza a flaquear a partir de ciertas edades -dicen- así que tal vez sólo sea otro de esos cuentos de padres viejos.



Fotografías de Cristina Costales 

domingo, 14 de febrero de 2016

6 metros


El record del mundo en salto con pértiga al aire libre está en 6 metros 14 centímetros. Lo estableció Sergei Bubka el 31 de julio de 1994. Ese día Samir cumplía 5 años. 

Samir siempre soñó con emular a Bubka y a punto estuvo de conseguirlo. Cuando se clasificó para el campeonato africano de atletismo en 2012, quedó segundo con un salto de 5 metros. A pesar de la distancia con su ídolo, Samir sabe que habría conseguido superar los 6 metros si no hubiera sido por la lesión en su maldito talón. Aunque parezca un chiste barato, el talón de Samir acabó siendo también su talón de Aquiles; de cuya existencia supo el día que el traumatólogo de la selección le habló de él y que al igual que el personaje mitológico, también sería su perdición.

Ese día fue el principio del fin de Samir como deportista de élite. Tras un par de meses, en los que luchó inútilmente por recuperarse, perdió la beca que le mantenía alejado del hambre y solo uno más tarde estaba también sin casa. 

Samir había saltado toda su vida. Desde que nació no había hecho otra cosa. Cuando los demás niños corrían, él saltaba. Sus padres nunca habían encontrado utilidad a tan extraño don, hasta el día en que el cazador de talentos visitó la aldea. El gobierno buscaba jóvenes fuertes y atléticos, capaces de encarnar los valores con los que demostrar al mundo de qué era capaz la nueva nación. Y Samir fue uno de los elegidos. 

Foto: Cristina Costales

Todavía recuerda la mañana que abandonó su casa camino de la capital, con las primeras luces del día –como todos los viajes dignos de ser relatados- prometiendo noticias y  algo de dinero.  Al despedirse, su padre le recordó que hacia atrás solo se podía ir para coger impulso, y en su caso para saltar. Su madre se limitó a despedirlo en un silencio de lágrimas.

Por eso, cuando se vio en la calle, sin casa, ni trabajo ni otra aptitud en la vida que la de saltar bien alto ayudado de una larga vara, supo que la única dirección en la que podía caminar era hacia el norte. Más allá de la capital y de cualquier otro lugar por él conocido.

Samir no sabe cuántos días anduvo, pero sí que pensar en Bubka le ayudó a sobrellevar el viaje. Mientras caminaba, imaginaba las dificultades que de buen seguro habría tenido que pasar el atleta ucraniano hasta hacerse con la marca que después de más de 20 años todavía conservaba. 

Una mañana de noviembre, después de una noche al raso sin más abrigo que el de su vieja bolsa de deportes, Samir despertó con el olor del salitre y supo que su viaje estaba a punto de terminar. Abrazado a su bolsa trepó hasta lo alto de una colina, pelada y rocosa. Una ciudad se extendía a sus pies y tras ella el mar.

Samir descendió hasta la falda de la montaña y en pocas horas alcanzó el valle que conducía a la ciudad. Lo que en la distancia de la mañana se le había antojado un cordón fino y brillante que -como un cinturón de mujer- entallaba la ciudad, a mediodía se le reveló como lo que en realidad era: Una valla metálica y espinada.

Una inacabable valla que sólo tenía 6 metros de altura.  Una inmejorable razón para batir su marca.